1 - Crea una historia con "Había una vez..."

01.04.2020

Había una vez, en una colonia común y corriente, un joven de veinte años al que le robaron el corazón. La historia comienza justamente en el portico de su casa. Recargado en el umbral estaba este caballero de nombre Simón. Se trataba de un muchacho alegre, vivaz, pero un poco retraído; le gustaban mucho los libros de magia y las canciones viejas, sobre todo esas que tenían un rico sabor a flamenco. Siempre tenía aspecto de no haberse peinado; cabello castaño alborotado y lentes caídos hasta la punta de la nariz. Sus ojos negros eran profundos y muchos pensaban que podía ver las historias de la gente más allá de sus pechos.

Resultaba pues que ese era el poder de Simón: en efecto, siempre que contemplaba a una persona podía mirar aquello que escondía dentro de sí, junto a su corazón. En ocasiones se trataba de algo muy bello: el amor por sus hijos, sus más grandes deseos, las ganas de amar y ser felices. No obstante, en otras personas llegaba a encontrar secretos oscuros, tan sucios que habían comenzado a manchar su corazón. Secretos de índole perversa: el asesinato intencional de un ser querido, la estafa a sus empleados, el abandono de su familia.

Al principio, sí que le dolía ver todo aquello, pero con el tiempo Simón aprendió que no todo el mundo es bueno, y que no todo será siempre hecho de oro y perlas. Así que el joven se pasaba todas las mañanas hasta entradas las dos de la tarde, en su portico. En ocasiones se sentaba en una silla de madera que tenía cerca y abría un libro en su regazo (aunque realmente apenas y leía un par de páginas). Lo cierto es que el joven Simón se enamoró de su don: le encantaba pasar tiempo mirando a la gente y descubriendo los secretos de sus almas.

Simón estaba acostumbrado a toda clase de personas y a toda clase de secretos: altas, ricas, gordas, morenas, pelirrojas, asesinos, deportistas, gente altruista y muchos egoístas. Pero nunca desde que tenía memoria de aquel don se había topado con una persona que no escondiera ningún secreto. Él pensaba que no había nada que pudiera sorprenderlo... hasta que ella lo hizo.

Caminando con sus zapatos de tacón bajo, un vestido púrpura volando alrededor de sus rodillas y de hombros descubiertos, la mirada azul de la muchacha le robó el aliento en un segundo. Ella le sonrió, y él le devolvió el saludo. Pero eso no fue lo que le dejó aturdido: cuando Simón hizo amago de ver dentro de su ser, se quedó estupefacto ante el desierto que era su alma. Tosió un par de veces, provocando que la chica se diera vuelta, pero él solo saludo y se giró para terminar de toser.

¿Cómo había sido aquello? Seguro que se trataba de un error. Volvió a intentar ver a través de su pecho, pero nuevamente, no encontró nada más que un páramo habitado por la desolación. Entonces la mujer se detuvo; Simón tragó saliva y se acomodó en el portico. Ella miró por encima de su hombro, y sus ojos azules encontraron los negros del joven. La chica parpadeó un par de veces, y entonces, sorprendentemente, cuando Simón pensó que se iba a dar la vuelta para enfrentarlo... ella le sonrió.

Retomó su camino y al llegar a la esquina dobló hacia la izquierda. Se fue, dejando a Simón con un vació en sus pulmones y una intriga en el corazón. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no había logrado ver nada? Sentía una molestia en la garganta, de esas que se tienen cuando algo no te va a dejar tranquilo. Entonces él hizo algo que no había hecho en mucho tiempo.

Corrió, abandonando la seguridad de su umbral, detrás de la mujer. Venga, que no podía ser que hubiera alguien sin secretos. ¿No? ¿Realmente era posible que una persona no tuviera ninguno? ¿O, peor, que tuviera tantos y hubiera aprendido a ocultarlos sin problemas? No, eso era imposible para él. ¿Pero entonces por qué no había logrado verlos? Solo podía responderse de una forma: tenía que encontrar a la muchacha.

Así  que Simón dobló en la esquina y la alcanzó a ver entrando por un portón negro de un edificio antiguo. Él había dejado de correr, pues no quería asustarla; sin embargo, como sintiendo su presencia, la chica de cabellos negros atrapó su mirada. Simón se quedó congelado en donde estaba, inmóvil ante la idea de haber sido descubierto. Pensó, una vez más, que la chica estaría molesta por haberla seguido... pero una vez más, la guapa señorita sonrió y en esta ocasión le guiñó un ojo.

Simón sintió cómo la respiración le abandonaba. Sentía que su aliento, su alma dejaba su cuerpo y seguía a la señorita con el vestido morado. Y el resto de su ser no tardó en hacer lo mismo. Llegó al portón metálico y caminó escalones arriba. Dos, cuatro, cinco. Llegó a un rellano y al mirar a la derecha alcanzó a distinguir los volantes del vestido desaparecer por el recodo. Corrió para no perderla, y apenas hubo doblado la esquina miró su mano perderse en el umbral de unas escaleras que daban a las habitaciones de arriba.

Subió aprisa los escalones, mirando siempre a la joven unos diez escalones por delante de él. Tres tramos después, ambos caminaban por un pasillo hacia una puerta marcada con el número once. Ella le llevaba ventaja por unos diez quince pasos, y aunque él quería correr y alcanzarla, no quería arruinar el misterio que le provocaba todo aquello. Ella llegó a la puerta y en menos de quince segundos ya la estaba abriendo.

Entró. Dentro del departamento no había otra cosa más que oscuridad. Simón sintió algo bajando por su garganta; era la tensión convertida en incertidumbre. Se había descubierto sintiendo miedo. Miedo de entrar donde ella, de caer en su juego. Pero la verdad era que tampoco quería renunciar. El necesitaba saber qué era lo que ocultaba esta mujer. Así que, tragandose la expectativa, llegó a un nuevo umbral.

Más allá, en la oscuridad, vio dos faros azules iluminando el precipicio al que había decidido llegar. Los ojos de la guapa joven le llamaban. Lo querían a él. Sin darse cuenta, Simón había dejado todo en cuestión de minutos. Su silla de madera y su libro; las personas, los secretos. Había cambiado el umbral de su puerta por aquel portico lleno de dudas y había reemplazado las historias y la magia por aquella hechicera que le había embrujado el corazón.

Así, pues, Simón se dio cuenta de que su pecho era un páramo porque no podía describirlo de otra forma. Era igual a la oscuridad que tenía frente a él. Era un desierto, porque la mujer no tenía nada que ocultar... No, no es cierto. Era un desierto, porque todos sus secretos los había guardado en otro lado. Mucho más misterioso. Mucho más tentador para cualquiera. Y Simón no había podido resistirse a él.

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